28 agosto, 2007

Vaciar la Mente

La primera vez que un hindú, hablando de oración, me preguntó: 'Padre, cómo acallar el pensamiento, mantener a raya las distracciones y conseguir que la mente quede del todo vacía al meditar?', contesté con un tono impulsivo de autoseguridad agresiva: 'La oración no consiste en vaciar la mente, sino, al contrario, en llenarla; llenarla de nuevos pensamientos, de santos propósitos, de palabras del Señor en la Escritura, de las reflexiones que hagamos sobre ellas, lo que nos diga el Señor y lo que le digamos a él. Una mente vacia no sirve de nada; hay que llenarla de Dios, y para eso está la oración.'

Me quedé muy orgulloso de mi respuesta, que reflejaba al ciento por ciento mi engreída superioridad occidental de colonizador espiritual del mundo infiel, y me pareció haber dado una buena lección en el arte de meditar. Aunque también es verdad que ya entonces noté en quien me había hecho la pregunta, que era una dama de exquisita educación de la alta sociedad de Bombay, que algo había en mi actitud que a ella le había parecido impropio y que disimuló discretamente cambiando de conversación.

Quedé ligeramente corrido y anoté el desliz en mi mente. Me costó años descubrir, entender y apreciar la manera que el Oriente tiene de orar, y su diferencia, típica de la diferencia este- oeste, en entender la realidad religiosa y reaccionar ante la vida, en la manera de prepararse para acercarse a Dios. Diferencia que refleja e influye una vez más el diferente concepto de Dios.

Casi puede decirse, en sinopsis rápida, que la diferencia religiosa, teológica, ascética entre Oriente y Occidente, es que el Occidente quiere llenar la mente, mientras que el Oriente quiere vaciarla. A mi me enseñaron en mi aprendizaje religioso que la meditación tenga que ser práctica, que había que prepararla con puntos cuidadosamente trabajados la noche anterior, con consideraciones previstas y diálogos orientados con el Señor.

En mi noviciado contaban la historia del novicio que tuvo la osadia sacrílega, pero irremediable, de interrumpir la oración matutina de un compañero para preguntarle cuál era el segundo punto de la meditación propuesta por el padre maestro la noche anterior, pues no podía acordarse y le era imposible ir adelante o volver atrás en pleno atasco contemplativo. Y, sobre todo, de la meditación había que sacar fruto, había que orientarla a resultados concretos, había que hacer sentir su influencia en el dia y en la vida.

Todos esos conceptos, por legitimos que sean y útiles que nos parezcan a nosotros, son pura herejía en Oriente. Aparte de la noción de perder el tiempo, que es concepto y actitud exclusiva y atormentadoramente occidental, eso de sacar algo de la contemplación, de aplicar criterios empresariales de productividad a la actividad del espíritu, de marcar una meta y medir resultados, todo eso, digo, destruiría para el oriental la esencia misma del meditar en paz, del contemplar la realidad, del ser uno mismo en unidad de alma y cuerpo, pensamiento y sentidos, persona y entorno, que devuelve el equilibrio al alma y el bienestar al ser entero, y en donde se encuentra a Dios en el silencio de los sentidos y la unidad del ser.

Hay que acallar el ruido del tráfico ingente del vivir, y el mayor ruido no es el de fuera sino el de dentro; no es el de los oídos, sino el del entendimiento; y por eso hay que frenar las ideas, silenciar el pensamiento, vaciar la mente. La oración de quietud no es exclusiva del Oriente; es patrimonio de contemplativos y místicos en cualquier religión y en cualquier latitud. La diferencia es que en Occidente esa oración ha sido tradicionalmente minoritaria, evitada y aun sospechosa de ser ajena a la ortodoxia.

El quietismo es herejía condenada y el iluminismo iluminó muchas hogueras de la Inquisición. A la mentalidad práctica y activa de Occidente nunca le cayó bien la aparente pasividad de la mística espera. En cambio, en Oriente es connatural, obvia y evidente; y de ahí venía la naturalidad de la pregunta cómo vaciar la mente? que yo no supe en un principio contestar.

Para vaciar la mente se va reduciendo el contenido intelectual de la oración. La repetición sencilla del nombre de Dios, unida a los ritmos naturales de la respiración, el pulso o el paso al caminar es práctica universal que mantiene el contacto sin cargar la mente. Basta viajar en la India en un vagón de tren, lleno irremediablemente hasta los topes y fijarse en los labios de los compañeros de viaje para comprobar el hecho.

No idealizo paisajes indios ni digo que todo el mundo se pase el viaje rezando. Hay quienes fuman o duermen o leen el periódico o juegan a las cartas. Pero allí, en aquel rincón, hay un hombre maduro de sencillo vestir que ni lee el periódico ni charla ni fuma. Y sus labios se están moviendo rítmicamente en silencio. Viaja con Dios. Y al otro lado, una joven madre con un niño en brazos lo mira y lo cuida y le habla y lo arrulla... y entre medio sus labios también arrullan a Dios.

El nombre sagrado, la repetición rítmica, la plegaria incesante, el contacto vital. La India entera respira el nombre de Dios en los vientos del Himalaya y en la corriente del Ganges, en el peregrinar de sus gentes y en el edificar de sus templos, en el aliento de los fieles y en el movimiento de sus labios. Un continente que palpita a Dios, y lo hace con tal naturalidad, sencillez y calma que casi ni se le da importancia, ni se presta atención, ni se nota... que es la mayor nobleza del bien rezar.

Un dia iba yo muy temprano por la mañana, en el frio del invierno del monte Abu en el Rajasthán, recorriendo a pie la distancia que separaba nuestra casa del convento de las monjas donde habia yo a decir la misa de comunidad. La carretera estaba desierta, y yo iba con jersey, guantes y bufanda, y caminaba a paso ligero para reaccionar contra el frio. El rato de camino solitario era parte de mi hora de meditación matutina y preparación para la Eucaristia que iba a celebrar, pero ello no me impedia fijarme en los alrededores y ver lo que pasaba. Al cabo de un rato noté que alguien iba por la carretera delante de mí.

Era una mujercilla menuda, vestida sólo con un escaso sari recogido entre las piernas, al estilo de las mujeres trabajadoras, para andar mejor. Sobre la cabeza llevaba un enorme haz de leña seca que equilibraba con un largo palo fijo en el haz y manejado hábilmente por su mano derecha. Avanzaba a pasos menudos pero rápidos, y sus pies descalzos, la nubecilla de su aliento y su figura entera creaban un punto penoso de frío humano sobre el paisaje inerte.

Sabía yo que habia familias pobres en los alrededores que se afanaban en recoger la leña seca caida del monte a lo largo del dia, para venderla a primera hora de la mañana en el mercado central. A eso iba aquella mujercilla cuando la divisé. Yo andaba más rápido que ella, me acerqué, la alcancé y la adelanté. Al hacerlo, noté que iba diciendo algo, y presté atención. Al ritmo de sus pies descalzos sobre el frio asfalto iba repitiendo con terca y tierna devoción las palabras sagradas: Oh, mi Dios; oh mi Señor! Oh mi Dios, oh mi Señor!

Rezaba al andar, sus pasos eran las cuentas de su rosario, su teologia eran dos palabras, Dios y Señor, y su devoción llenaba el monte entero en el amanecer silencioso de los picos dorados. Seguí oyendo su breve jaculatoria según me fui alejando. Allí iba yo, envuelto en mi bufanda, haciendo mi meditación de la mañana, es decir, pensando en el gran desayuno que las buenas hermanas me iban a dar después de la misa y que constituia el gran atractivo de las visitas matutinas al convento, ya que en nuestra propia casa los desayunos eran tristemente masculinos y desesperadamente monótonos. Buena meditación llevaba yo! Profesional del espíritu, años de formación, miles de meditaciones, sacerdocio, votos, teología pastoral y cursillos de ejercicios... y aquella mujercita del campo rezaba mejor que yo; es decir, ella rezaba y yo no.

Y ella rezaba porque tenía a mano la manera de hacerlo, porque había heredado un reflejo ancestral que la llevaba a pronunciar el nombre de Dios al andar, al respirar, al vivir, como parte misma de su ser. La oración, al hacerse más sencilla, se hace más universal y lo llena todo. A mi me dio mucho que pensar aquella mañana de invierno carretera arriba hacia el convento. Al llegar a la Eucaristia, al momento de hacer algunas reflexiones después del Evangelio, dejé a un lado los pensamientos que habia preparado y conté sencillamente mi experiencia.

Este es sólo el portal de entrada de donde parten luego las enseñanzas y prácticas cada vez más y más refinadas para acallar la mente y despertar la fe. Las escuelas son muchas, y las experiencias multiformes; pero la dirección es constante. Negar las apariencias para que surja la realidad, domar el pensamiento para liberar la verdad, vaciar la mente para que la llene Dios. A eso se dedica la India desde hace siglos. También existen en la India, las manifestaciones multitudinarias sonoras del culto paralelo al Dios de la devoción; el escaparate multicolor que guarda con distracción estudiada el hondo secreto de familia y lo protege desviando astutamente las miradas de los meramente curiosos al espectáculo fácil y folklórico; la portada, que para muchos se queda en portada, del tratado íntimo y secular de cómo llegar a Dios. Todo eso coexiste y vive y palpita y se ayuda y se complementa.

Pero en el centro queda siempre la no-imagen excelsa del Dios sin rostro y sin nombre, porque su nombré está sobre todo nombre y su concepto sobre todo concepto. La gran oración de la India es el silencio, porque el gran Dios de la India es el Dios de la negación.

Por eso había que vaciar la mente.

Fuente: Dejar a Dios ser Dios - Imagenes de Divinidad
Autor: Carlos G. Vallés - Editorial Sal Terrae

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